Resulta que a mis padres no les gustaba la idea de registrarme. Ellos tenían la moción de ocultarme hasta que el tiempo decida qué hacer conmigo.
Un buen día, un vecino tocó a la puerta de la que ahora es sólo casa de mi madre, o del Sol.
El señor que sólo venía por un poco de agua para sus niños, escuchó mis gritos desde abajo de una mesa ratona; aún lo recuerdo: sus ásperas manos, su cara vieja y la ridícula forma de hacer rechinar los dientes contra aquellos labios morados.
El señor que sólo venía por un poco de agua para sus niños, escuchó mis gritos desde abajo de una mesa ratona; aún lo recuerdo: sus ásperas manos, su cara vieja y la ridícula forma de hacer rechinar los dientes contra aquellos labios morados.
Si conoces la casa de mi madre, es aquella mesita de vidrio y madera inerme dotada de vacío entre los pliegues de sus dos espaldas marrones y, si ves bien, hoy en día, sólo duermen en ella muñecas negras de atavíos rojos.
Ahí me encontraba…
Con mi traje de muñeca recién lavada, con mi cara limpia y salada, en ese pequeño cubo pasaba la vida, sin saber que pasaba. Desde ese lugar escuchaba voces, llantos, melodías infantiles, como un útero eterno, agrio y siempre húmedo meciéndome en sus brazos quietos.
Ese día mi llanto despertó al hombre. Ese día nos despertamos todos, y al menos yo, no pude volver a dormir más, no sin antes repetir una y otra vez esa misma canción, la misma melodía chiquita y triste que solía escuchar.
Sin bautismo que reclame la hora de pertenecer a algo, sin necesidad de sellar un día, sin nada más que un dejar-me llevar, así es cómo me fui.
Sin querer - ver atrás, sin llorar, sin amor, sin Dios. Sin más.
Cucú se metió en el agua. Cucú y se puso a llorar.
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